Creo que fue el destino. La
conocí un nublado día de otoño. Sentada ahí con su largo cabello castaño
oscuro, mirando por la ventana del salón de clases logró lo que nadie había
logrado antes, hizo que me perdiera en el tiempo, consiguió que los pocos
segundos que tuve para mirarla se convirtieran en una eternidad. Si es que
tienen suerte, deben conocer ese estado. Aquel que te deja boquiabierto, tus
ojos se niegan a pestañear y por tu cabeza no pasa ningún pensamiento,
simplemente estás disfrutando el momento. A esa edad no sabía que significaba,
pues solo tenía seis años y era el primer día de escuela, no sabía más de lo
que mis padres habían intentado enseñarme y lo que había visto en la televisión
o el cine.
Como era la primera clase nos
asignaron los asientos y nos presentamos uno a uno, al frente. En lo que quedo
del día nos hicimos amigos. Pasaron los años y fuimos los mejores amigos,
hablábamos de todo y hacíamos todo juntos.
Así también, pasaba tiempo con
mis padres, al ser hijo único uno tiene ciertas ventajas. Salíamos casi todos
los fines de semana, nos divertíamos donde fuera. Nunca fui tímido con ellos,
por lo que conversábamos de todo. Si estaba triste o alegre daba igual, lo
compartía con ellos.
Tenía trece años cuando descubrí
el vacío. Había vuelto tarde de la escuela por algunas actividades en las que
estaba inscrito. Estaba triste, porque mi amiga de toda la vida, me había
contado que su familia se tenía que mudar de ciudad por el trabajo de su padre.
Tenía hambre y un poco de sueño pero, más que nada, estaba triste. Cuando entré
a mi casa y pasé por el comedor, los vi a los dos levantándose de sus sillas y
saludándome. Enseguida mi papá me pidió que los disculpara, que necesitaban
salir por un momento, que volverían muy pronto. Mi mamá se me acerco y me dijo
que mi cena estaba lista, solo tenía que calentarla un dos minutos en el
microondas. Luego de eso se despidieron al momento que la puerta se cerraba tras
ellos. Yo estuve en silencio, toda la tarde las sillas de mis padres estuvieron
vacías y necesitaba conversar con ellos. Me dormí en silencio y nunca más volví
a verlos, murieron en un accidente esa misma noche.
El vacío que habían dejado mi
mamá y mi papá me había enseñado a
esperarlo, a saber que las cosas, las personas, se van y dejan vacíos
donde estaban. Siempre que alguien se movía, alguien caminaba, alguien se
paraba de su asiento para salir de la casa, dejaba un vació.
Algunos años después, mi mejor
amiga volvió a la ciudad. Nos enamoramos y cuando nos besamos por la primera
vez, cuando probé por primera vez aquellos suaves labios y sentí como podía
comprender cosas como la eternidad, el tiempo y el amor, una inmensa tristeza
me invadió. Saber que algún día, en algún momento, ella dejaría un vació.
Hoy cumplimos cincuenta años de
casados y en estos años, cada celebración, cada beso, cada abrazo, cada
caricia, cada roce me hacen sufrir una tristeza enorme, sabiendo que en
cualquier momento puede haber vació.